La hermandad entre poesía y religión que se anuda en el mito/fábula plantea desde la antigüedad griega una competencia, una tensión (de estas dos) con respecto a la filosofía: si aparecen como lenguajes que pueden excluirse mutuamente y amenazarse, es porque se construyen y forjan su razón de ser en torno a las mismas preocupaciones esenciales humanas pero encarándolas o viviéndolas de maneras, desde perspectivas diferentes y hasta opuestas. Platón constituye un momento determinante en el largo camino de emancipación del hombre por el pensamiento con respecto a lo divino y en un sentido más amplio o más arcaico, a lo sagrado. Lo sagrado y lo divino son dos nociones que cubren objetos comunes —ambas aluden a realidades que trascienden lo humano, escapan a su dominio—. Sin embargo, según Zambrano, lo sagrado corresponde a la forma primaria en que la realidad se presenta al hombre como completa ocultación y los dioses, lo divino, una forma de trato con la realidad, aplacadora del terror primero. La aparición de los dioses, de un dios, constituye el final del largo periodo de oscuridad y padecimiento (de persecución). En adelante, el perseguido lo será por un dios a quien podrá demandarle una explicación, consultarlo (Job en el Antiguo Testamento, las consultas a Apolo a través de sus oráculos).
A diferencia de la filosofía, que asume una postura que
emancipa por medio del conocimiento y del pensamiento o, en el peor de los
casos, visto desde nuestro tiempo posmoderno, desencantado, según Savater
«(ayuda) a vivir con mayor entereza en la insuficiente comprensión de lo
irremediable» (2007, pp. 14-16), la actitud poética no pretende ponerse a salvo
de «sufrir la inacabable persecución». Es más, va al encuentro del sentir
originario, de ese estar «a merced de una totalidad desconocida que nos mueve»
y es, antes que nada, «vivir según la carne» (Zambrano, 1973 ), ahí donde la
filosofía con Platón se esmera en poner a salvo el alma de la extinción y de la
muerte, separándola del cuerpo, cuerpo percibido como tumba² o cárcel activa³,
la poesía, en la exaltación de las pasiones, como canto que acompaña «los
menudos y tremendos cambios en que nacen y mueren, se consumen las cosas» no
hace sino adentrarse en la carne, existir desde ella y por ella. En pocas
palabras, es desde nuestra irremediable condición mortal que puede sernos
revelado lo que somos y es la poesía la que nos recuerda, a pesar de todos los
progresos tecnocientíficos habidos y por haber, que nada apaga, nada apacigua
la angustia de la condición humana. Es la experiencia original común de
expresar lo que queda fuera del discurso filosófico y, más precisamente, la
vivencia de lo sagrado lo que funda la hermandad primera de la poesía con la
religión, los libros sagrados, (
Basándose en los estudios de Mauss dedicados a los Brahmana, parte teológica del Veda, se detiene en la noción de alimento «anna» y más precisamente en la «vitraj», forma métrica védica que posee una virtud nutritiva esencial específica, gracias a la cual una colección de himnos y cantos es un ser vivo, un ave, animal o ser humano de sexo masculino y se ofrece como supremo alimento místico al dios devorador y creador del mundo. El himno, por consiguiente, no se contenta solo con producir alimento sino que él mismo es alimento, creándose así un nudo entre la forma métrica y su carácter nutritivo. En la teología de los Brahmana, los dioses se alimentan de himnos y los hombres que los entonan de manera ritual garantizan así el alimento de los dioses y de manera indirecta, también su propio alimento. Ello permite, dice Agamben, entender desde una perspectiva insólita la esencia de la liturgia. Asimismo, permite revisar la noción misma de himno en el marco de la tradición poética occidental, partiendo del presupuesto de que el fin último de la palabra es la celebración y que desde sus orígenes el himno, los himnos homéricos, remiten ante todo a un canto en honor de los dioses (Agamben, 2006, pp. 77-78). Luego a lo largo de la historia, poesía y religión comparten las mismas formas (poemas, relatos míticos, oraciones) y un mismo lenguaje fundamentalmente analógico, indirecto y basado en paradojas, pero está claro que los caminos que toman tienden a separarse ya desde la antigüedad por las funciones que el arte mismo va asumiendo en la sociedad, la conciencia de su calidad de objeto estético, el instruir deleitando de la edad clásica, siendo el momento del romanticismo la etapa decisiva del divorcio.
Un umbral fundamental definitivo lo constituye la entrada en
la modernidad, ya que está marcada por la desintegración del orden cristiano
como modelo que sostiene las sociedades occidentales, a raíz, sobre todo, de la
crítica de la religión emprendida por la filosofía del siglo XVII. Es un
momento de ruptura pero es ambivalente si consideramos el punto de inflexión
que constituye el romanticismo (alemán e inglés) ya que no significa que la
poesía renuncie a seguir siendo punto de contacto con lo sagrado (es más, como
lo veremos más adelante, la poesía puede querer sustituirse, pretende con los
románticos sustituirse a la religión) sino más bien refleja la reivindicación
de una libertad y de una autonomía de la palabra poética con respecto a las
teologías institucionalizadas. En la manera como Hölderlin, Blake, Novalis
subvierten la materia religiosa por medio de herejías, sincretismos, apostasías,
blasfemia y la integran en sus propios imaginarios, se manifiesta la voluntad
de distancia, de libertad con respecto a las doctrinas, al dogma y a los lenguajes
coagulados, sin por ello renunciar a la naturaleza religiosa del gesto poético.
No hay que olvidar que la entrada en la modernidad es también, simultáneamente,
con el romanticismo, en particular alemán —a través de sus diferentes representantes
y momentos el Sturm und Drang, Goethe, Jena—, reacción al hombre del siglo XVIII
que empieza a creer en el progreso y está obsesionado por perfeccionar sus
órganos de conocimiento, adquirir un poder cada vez mayor sobre lo dado y la
realidad. Ante la nueva soberanía del intelecto, de una concepción del universo
como mensurable, analizable, disecable, el gesto romántico pretende restituir
una unidad, la pertenencia del hombre a una realidad que lo supera: el mundo
como prolongación de lo humano y el ser del sujeto inmerso en el flujo de la
vida cósmica. Los poetas y también los pensadores románticos (filósofos de la naturaleza,
como Schelling) teorizan sobre la naturaleza y el devenir cósmico y hacen
hincapié en la idea de una vasta analogía que recorre la vida cósmica, una fuerza,
una tensión que vincula las polaridades y los seres existentes, llamada la simpatía
(Béguin, 1939, p. 93). En mayor o menor medida las diferentes tendencias del
romanticismo alemán coinciden en hacer de la búsqueda de
Lo particularmente significativo del designio romántico es que la palabra cumple un papel esencial, es el principal agente y motor de la reintegración deseada. Con los románticos alemanes se formula y se teoriza sobre un motivo que será, a partir de ese momento, recurrente a lo largo de la modernidad poética y que es la aspiración de una vuelta a la unión primitiva de las palabras y las cosas, así como el papel de la poesía en dicha búsqueda, metas que ya fray Luis de León, había subrayado, al observar que la poesía nos había sido dada «para que las palabras y las cosas fuesen conformes» (Valente, 2004, p. 12). La entrada en la modernidad, en ese sentido, hace tangible lo que Christian Prigent (2004, pp. 11-12) define como la experiencia entrañablemente ambivalente del mundo que conlleva nuestra condición de seres de lenguaje, experiencia que es vaivén, tensión entre una lengua que, por un lado, nos separa del mundo, nos prohíbe poder tocarlo, y que, por el otro, nos permite alimentar al mismo tiempo el sueño, exacerbado por la literatura, de una fusión con él. Se trata de una experiencia desgarrada a la que todo humano está confrontado pero que asume en la poesía su «modo de aparición más radicalmente formalizado», toma forma esa «pulsión formal arraigada en nuestra condición de seres de lenguaje», se da como «resistencia escritural contra/ante la fatalidad contractual de la lengua» (2004, p. 12). Esta experiencia desgarrada adopta con los románticos la forma de una aspiración a volver, a reintegrar el estado arcaico en que la lengua no podía ser sino motivada y natural. Lo hace a través de una lectura mítica de la historia humana que sitúa este estado como anterior a la falta original, a partir de la cual la naturaleza deviene un poema en desorden, disjecta membra y la lengua se va separando del mundo, convirtiéndose en algo arbitrario, convencional cuya unidad perdida solo el poeta puede reconstituir. Retomando las ideas del prerromántico Johann Georg Hamann, primero en ver en el verbo poético el retorno a la «nominación adánica» (en sus Memorabilia socráticas de 1759) y adversario de las Luces y del racionalismo kantiano, inspirador sobre todo de Schlegel y Novalis, el romanticismo desea reconquistar la inocencia primera, hace suya la concepción de un verbo con poder de bautizo original de las cosas, considerando por ello la poesía como «lengua materna de la humanidad». Se define así en tanto que horizonte la unión primitiva de las palabras y las cosas, constituyéndose, anudándose el mito moderno de que solo el lenguaje poético puede restablecer la lengua primitiva y de que esa debe ser la aspiración de la poesía. No solo se formula este deseo sino que se teoriza, y es a través de la reflexión sobre el lenguaje poético y la lengua en general que el romanticismo ahonda partir de ese momento, recurrente a lo largo de la modernidad poética y que es la aspiración de una vuelta a la unión primitiva de las palabras y las cosas, así como el papel de la poesía en dicha búsqueda, metas que ya fray Luis de León, había subrayado, al observar que la poesía nos había sido dada «para que las palabras y las cosas fuesen conformes» (Valente, 2004, p. 12). La entrada en la modernidad, en ese sentido, hace tangible lo que Christian Prigent (2004, pp. 11-12) define como la experiencia entrañablemente ambivalente del mundo que conlleva nuestra condición de seres de lenguaje, experiencia que es vaivén, tensión entre una lengua que, por un lado, nos separa del mundo, nos prohíbe poder tocarlo, y que, por el otro, nos permite alimentar al mismo tiempo el sueño, exacerbado por la literatura, de una fusión con él. Se trata de una experiencia desgarrada a la que todo humano está confrontado pero que asume en la poesía su «modo de aparición más radicalmente formalizado», toma forma esa «pulsión formal arraigada en nuestra condición de seres de lenguaje», se da como «resistencia escritural contra/ante la fatalidad contractual de la lengua» (2004, p. 12).
Esta experiencia desgarrada adopta con los románticos la forma de una aspiración a volver, a reintegrar el estado arcaico en que la lengua no podía ser sino motivada y natural. Lo hace a través de una lectura mítica de la historia humana que sitúa este estado como anterior a la falta original, a partir de la cual la naturaleza deviene un poema en desorden, disjecta membra y la lengua se va separando del mundo, convirtiéndose en algo arbitrario, convencional cuya unidad perdida solo el poeta puede reconstituir. Retomando las ideas del prerromántico Johann Georg Hamann, primero en ver en el verbo poético el retorno a la «nominación adánica» (en sus Memorabilia socráticas de 1759) y adversario de las Luces y del racionalismo kantiano, inspirador sobre todo de Schlegel y Novalis, el romanticismo desea reconquistar la inocencia primera, hace suya la concepción de un verbo con poder de bautizo original de las cosas, considerando por ello la poesía como «lengua materna de la humanidad». Se define así en tanto que horizonte la unión primitiva de las palabras y las cosas, constituyéndose, anudándose el mito moderno de que solo el lenguaje poético puede restablecer la lengua primitiva y de que esa debe ser la aspiración de la poesía. No solo se formula este deseo sino que se teoriza, y es a través de la reflexión sobre el lenguaje poético y la lengua en general que el romanticismo ahonda en la conciencia de nuestra condición de seres de lenguaje y deja al descubierto la experiencia definitivamente ambivalente del mundo a la que nos somete esa condición. El lenguaje ya no es visto como el intermediario transparente que había sido en las teorías clásicas; se revela de pronto como una verdadera presencia con densidad propia, por lo que entre las palabras y las cosas se abre una distancia casi insalvable. Toda esta reflexión permite otorgarle al lenguaje una nueva dignidad pero al mismo tiempo integra una conciencia aguda de que puede ser percibido como un obstáculo que se interpone entre el sujeto y el mundo, pues impide la captación directa de este. Ello da pie a una distinción que pretende resolver esta contradicción (o aporía) y que vamos a volver a encontrar, bajo diferentes formas, ulteriormente, en otros poetas. Ante el carácter arbitrario de los signos, solo el lenguaje poético puede aspirar a encarnar una motivación. Se van a percibir en el lenguaje dos polos: un polo representativo, referencial en el que los signos son arbitrarios; y otro opuesto, que es expresivo, autotélico y motivado. La esencia del lenguaje se encuentra, evidentemente, en el segundo y este es el lenguaje poético⁴. Por ello, solo la poesía es capaz de remediar este defecto de las lenguas según A.W. Schlegel (Todorov, 1977, p. 212).
Gracias al carácter motivado de la imagen poética, al trabajo analógico y a la solidaridad que se establecen entre significante y significado, la poesía logra vincular los elementos heterogéneos, incluso contradictorios que constituyen el en kai pan, devolviéndole a la lengua su carácter orgánico, su identidad como una energía que forma parte del mundo. Es esta especificidad del lenguaje poético lo que le otorga un poder que va más allá de lo estético y retórico y que compromete más bien al ser y a la ontología u ontoteología. La exaltación de los poderes de la poesía que lleva a cabo el romanticismo va aún más lejos con Novalis, expuesta en el célebre texto titulado Monólogo y también en muchos de sus Fragmentos, para quien el lenguaje esencial, es decir, el poético, debe ser autotélico, o sea, autorreferencial. Liberado de su función comunicativa, debe convertirse en expresión de la interioridad subjetiva y para ello asume las características del juego matemático, se vuelve autónomo, las palabras solo se vinculan y juegan con las palabras, dejan de verse sometidas a cualquier exterioridad, o referente, obedecen a su propia productividad interna. Así, de manera analógica, el lenguaje es el mundo: reproduce «un extraño juego de relaciones entre cosas». en la conciencia de nuestra condición de seres de lenguaje y deja al descubierto la experiencia definitivamente ambivalente del mundo a la que nos somete esa condición. El lenguaje ya no es visto como el intermediario transparente que había sido en las teorías clásicas; se revela de pronto como una verdadera presencia con densidad propia, por lo que entre las palabras y las cosas se abre una distancia casi insalvable. Toda esta reflexión permite otorgarle al lenguaje una nueva dignidad pero al mismo tiempo integra una conciencia aguda de que puede ser percibido como un obstáculo que se interpone entre el sujeto y el mundo, pues impide la captación directa de este. Ello da pie a una distinción que pretende resolver esta contradicción (o aporía) y que vamos a volver a encontrar, bajo diferentes formas, ulteriormente, en otros poetas. Ante el carácter arbitrario de los signos, solo el lenguaje poético puede aspirar a encarnar una motivación. Se van a percibir en el lenguaje dos polos: un polo representativo, referencial en el que los signos son arbitrarios; y otro opuesto, que es expresivo, autotélico y motivado. La esencia del lenguaje se encuentra, evidentemente, en el segundo y este es el lenguaje poético⁴. Por ello, solo la poesía es capaz de remediar este defecto de las lenguas según A.W. Schlegel (Todorov, 1977, p. 212). Gracias al carácter motivado de la imagen poética, al trabajo analógico y a la solidaridad que se establecen entre significante y significado, la poesía logra vincular los elementos heterogéneos, incluso contradictorios que constituyen el en kai pan, devolviéndole a la lengua su carácter orgánico, su identidad como una energía que forma parte del mundo. Es esta especificidad del lenguaje poético lo que le otorga un poder que va más allá de lo estético y retórico y que compromete más bien al ser y a la ontología u ontoteología.
La exaltación de los poderes de la poesía que lleva a cabo el romanticismo va aún más lejos con Novalis, expuesta en el célebre texto titulado Monólogo y también en muchos de sus Fragmentos, para quien el lenguaje esencial, es decir, el poético, debe ser autotélico, o sea, autorreferencial. Liberado de su función comunicativa, debe convertirse en expresión de la interioridad subjetiva y para ello asume las características del juego matemático, se vuelve autónomo, las palabras solo se vinculan y juegan con las palabras, dejan de verse sometidas a cualquier exterioridad, o referente, obedecen a su propia productividad interna. Así, de manera analógica, el lenguaje es el mundo: reproduce «un extraño juego de relaciones entre cosas». El lenguaje, según Novalis, debe volverse naturaleza, en lugar de concebirse como lo que habla de naturaleza. Inversamente, dentro de esta misma concepción, la naturaleza es lenguaje; el universo es un poema infinito, con lo cual se borran las dicotomías entre el sujeto y el Mundo (Schaeffer, 1983).
La motivación del lenguaje poético por analógico (como puente entre realidades) o por autotélico quiere borrar las distancias entre el sujeto y el mundo, concebir la realidad en términos de correspondencias, disolver las separaciones entre naturaleza, mundo, hombre, lengua (que la ciencia y la razón establecen). Expresa el ansia de recobrar el sentimiento unitivo, de volver a un estado de inmersión, de formar parte del universo, del cosmos, de recobrar el sentimiento de pertenencia a un todo, que es meollo de lo sagrado. Este proceso de rescate de lo sagrado que es vuelta a un estado original y que es a su vez vuelta a una inocencia primera conlleva necesariamente una sacralización del papel del poeta : al recuperar la «lengua angelical» no solo se trata de restituir el discurso perfecto en que el símbolo visible y la realidad que expresa se confunden, sino también se aspira a rescatar la experiencia primordial de la contemplación asombrada y la primera presencia de las cosas (Béguin, 1939, p. 73) es decir, al mismo tiempo, gesto adánico y también gesto que se equipara al del creador. El acto del poeta reanuda con lo «sagrado» pues repite el gesto verbal que creó el mundo. Paradójicamente, podríamos incluso hasta pensar que la naturaleza religiosa que los románticos rescatan y exaltan en el verbo poético es lo que le permite a la poesía conquistar su libertad y entrar en la modernidad.
Al reivindicar una inocencia primera, anterior a la caída, al sentimiento de una naturaleza caída se emancipa del Dios cristiano, al plantearse, identificarse como palabra de fundación, afirma su distancia y su diferencia con respecto a las religiones institucionalizadas, es más, se iguala a ellas, con lo que se redefinen las relaciones entre la obra de arte y lo divino, en términos de una mutua solidaridad. La sacralización del arte y en particular de la poesía se acompaña de una valoración del papel del poeta como descifrador o médium del «inagotable fondo de la analogía universal», se hace vidente y profeta, por su boca habla el espíritu; desplazando así no sólo al filósofo sino también al sacerdote ya que la «poesía se convierte en una revelación rival de la escritura religiosa» (Paz, 1974, p. 75). Como lo ha demostrado asimismo Paul Bénichou (2004), el poeta romántico, a través de la inspiración, está en contacto con un más allá y pretende suplantar al sacerdote en su papel de guía espiritual de la humanidad. A partir del romanticismo se efectúa, entonces, una especie de transferencia entre la religión y el arte, reforzada esta por una nueva concepción del poeta/artista como creador de mundos, rival del Dios creador.
La filiación directa que la poesía instaura a partir de ahí con lo sagrado se alimenta, por lo demás, de múltiples influencias al margen de la ortodoxia religiosa, entre las que destacan el gnosticismo, el ocultismo, el hermetismo, visibles por ejemplo en Nerval, Hugo, Mallarmé, Yeats, George, Rilke, Breton, teosofías que desempeñan una doble función: son un «sustituto de la religión y a la vez una forma de protesta contra el mundo moderno de la ciencia» (Gutiérrez-Girardot 1987, p. 142). Cabe agregar, en ese sentido, que el contacto con las corrientes religiosas y filosóficas que se desarrollan fuera de la ortodoxia le otorga además, como lo estudió Jules Monnerot (1945), un halo particular a la poesía y a los poetas, un carácter secreto y clandestino que asemeja el ejercicio poético a un culto, a una ceremonia para iniciados, lo que contribuirá ulteriormente a que se edifique el mito y también el cliché de una actividad para elegidos, para pocos y un sentimiento sectario.