El más hondo fundamento, la raíz, el origen de la palabra de la poesía: una palabra que, lejos de todo utilitarismo, de toda instrumentalidad, aspira a convertirse en un juego segundo, una palabra de transmutación y transubstanciación.
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La palabra posee desconocidos magnetismos. El espíritu ha de abrirse a ella y a ellos con ilimitada disposición, abrirse a un recibir infinito. Tal vez en ello, en esa incondicionada apertura a la palabra y de la palabra, resida el primer elemento de lo poético. El signo llega entonces a ser iluminador y a anunciar un conocimiento de lo impensable.
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Lo que el poema comienza a rodear como a través de un gradual abrazo es un ámbito de trascendencia; una trascendencia que golpea todos los costados del ser del lenguaje. Pero es un territorio, en principio, ignoto. Lejos de todo voluntarismo, de toda premeditación, la palabra poetica es fruto de un buceamiento en lo desconocido. Vamos a la palabra y volvemos a ella y cuanto extraemos de ese viaje es una suerte de encarnación verbal de nuestra experiencia en el territorio explorado.
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Tal vez la palabra de la poesía no sea, en un sentido estricto, una palabra de conocimiento (pues también, y en no menor medida, lo es del no conocimiento); ni su sentido venga dado, en gran parte, por el silencio; ni la defina únicamente ser expresión de interioridad. Conocimiento y no conocimiento, palabra y silencio, interioridad y exterioridad: la palabra de la poesía se sitúa tal vez en los vertiginosos intersticios que se abren entre cada uno de esos planos (de esas polaridades), o acaso en sus relaciones o en sus entrecruzamientos. La poesía tiende a situarse en medio de esos planos mediante un trabajo en el que los valores semánticos, nunca perdidos, restablecen la posibilidad de descubrir el mundo. Nos encontramos entonces con lo desconocido posible de nuestro mundo.
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El poema representa o es una gnosis de o por la palabra; y, al mismo tiempo, una convocación de la presencia. Una convocación que, en rigor, no se aparta en ningún punto del sentimiento y la experiencia de lo sagrado.
(El Ciervo, año 45, núm. 549, diciembre 1996, pp. 23-26)