La poesía es el arte de decir lo esencial con palabras sencillas. Por ejemplo, el poeta Ben Clark escribió en su último libro: "Cuando hablamos de vino nunca hablamos". La política, que podría parecerse a la poesía en ese fin, huye por el camino contrario. Usa palabras sencillas, pero no dice lo esencial ni nada que se le parezca. […] El diálogo en nuestra política se ha entendido como sospechosa complicidad. Dialogar es hoy sinónimo de negociar, de negocio, de intercambio de intereses, lejos de sus mimbres aristotélicos que apuntan a la tendencia del ser humano a mirar y a entender al otro -por muy lejano que esté-, y de la máxima platónica de que el hombre bueno es independiente de la fortuna. La esencia de la política está hoy, como apunta Alain Badiou, en el enemigo. Sin embargo, sólo desde el diálogo podremos reconocer el dolor que provoca daño, y así detenerlo antes de que se concrete en mal. Sólo desde el diálogo podremos juzgar sin el arrebato y la precipitación que deslegitiman.
Dialogar, entonces, para que el logos complete ese "hambre de nacer del todo" que para María Zambrano era la esperanza y la confianza en el futuro. Porque cuando nos negamos al diálogo condenamos la cultura, la extinguimos un poco más, y sin cultura ahogamos la libertad en la comunidad, que no es más que una suma de libertades individuales basadas, como recordaba el profesor Norberto Bobbio, en el poder espiritual y material. Sólo a través del diálogo podemos alcanzar esa necesaria liberación para que se reactive nuestro fondo humano desde lo más esencial: sentarse y escuchar. O, en palabras de la poeta Mirta Rosenberg, "sentarse a ser pobre". Jesús de Nazaret pide lo mismo en la parábola del buen samaritano, atender al necesitado desde nuestras limitaciones para andar juntos en la luz. Quizá con él, o desde él, hagamos un poquito más de caso al asunto.